El famoso término «Salir de la zona de confort» parece estar siempre relacionado al hecho de salir de lo cómodo para entrar al esfuerzo (trabajo duro, ejercicio físico, ahorrar, etc.) Sin embargo, últimamente veo que muchos de nosotros donde nos sentimos confortables es en el esfuerzo. Nos cuesta relajarnos. Nos cuesta disfrutar la vida.
Hace unos días me encontraba dejando todo listo para salir de vacaciones. Ya sabés, eso de trabajar el triple, para adelantar todo lo que puedas y así evitar que explote la oficina durante tu ausencia.
Entré en ese círculo vicioso de trabajar de sol a sol, sin parar, encontrando energías de no sé ni donde. Pude sentir a pleno la adrenalina del workaholic.
Me sentía una campeona, teniendo todo bajo control, trabajando eufóricamente y también asombrándome de lo mucho que puedo lograr «había sido» cuando me pongo las pilas.
Y sí, lo admito, todo eso se sentía muy confortable. Ahí era donde quería seguir estando. Trabajando como loca, sin parar y viendo cómo se resolvía todo y no allá lejos, relajada en mis vacaciones.
Mi deadline era la fecha del viaje.
Ese día anteriormente tan esperado para salir, de repente se convirtió en el cuco.
Su inminente llegada me producía estrés.
Miraba el calendario con miedo y me estresaba pensar que no lo iba a lograr.
Que no iba a dejar todo listo (al menos como yo fantaseaba) para irme tranquila.
Me imaginaba a mí misma allá lejos, rodeada de mi familia en modo relax pero con mi mente aquí, queriendo terminar el trabajo. (LOCA!)
Y en ese momento sucedió, tuve una pésima idea: Llevar mi laptop a mis vacaciones.
Por un instante imaginé que me iba a sentir más tranquila si «por las dudas» llevába nomás mi compu. Ya agendé mentalmente hacer ciertos paréntesis en medio de las vacaciones familiares, por ejemplo levantándome un par de horas antes que el resto y ponerme a trabajar. (CRAZY total!)
Esa pésima idea, gracias al cielo, no prosperó.
Mi Yo zen se encargó de decirme que ni lo sueñe. Que lo que se pueda terminar se terminará y lo que no, no y listo.
Así que esa última noche antes del viaje, luego de enviar los últimos mails con informes, indicaciones, reportes, pedidos, recordatorios, apagué mi compu y me declaré oficialmente de vacaciones.
Por suerte, así como me pongo las pilas para trabajar y nadie me para, puedo también entrar profundamente al modo relax y olvidarme del mundo.
Y así fue. Qué bien me hizo salir de vacaciones y realmente desconectar mi mente. Conectarme con las bellezas del planeta, con mis hijos, mi marido y conmigo misma.
Todas las tonterías del trabajo quedaron en segundo plano y me tomé en serio la diversión. Vivimos aventuras, carcajadas, sueños sin despertador y otras delicias. Sensaciones que siempre me llevan a la misma conclusión: ¡Esto es vida! Y con esa conclusión, la misma promesa: Debo hacer más de esto.
Volví con el desafío de salir más a menudo de esa zona de confort del trabajo y las obligaciones diarias, para ir a lo esencial: Disfrutar la vida.
Me prometí a mí misma parar un poco más a menudo y bajar un cambio. Pero lo más importante: Saber que no hace falta viajar lejos para lograrlo. El desafío es lograr desconectar mentalmente esté donde esté.